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Gritos de ahogado: Scream 6

Por José Damián.

Hay sangre. Hay acción. Hay suspenso (a veces muy logrado, como la escena de la escalera, y otras de manual, como la del metro). Hay referencias. Hay nostalgia. Pero lo único que no hay, es verdadero atrevimiento. Y es que Scream 6, la nueva entrega de esta ya larga franquicia, es todo lo que cualquier fanático del slasher y metaficción puede –y exige– esperar, pero nada más. Y aun cuando esto no es necesariamente malo (pues ya desde el filme anterior se aludía a la venia manipuladora que el fandom tiene sobre los productos audiovisuales modernos), el nuevo capítulo de la “masacre de Woodsboro” comienza a mostrar claros signos de agotamiento.

Pero, la autosatisfacción –por no decir autocontención autoconsciente– en la que Scream 6 se regodea, no es sin embargo, producto de un limitado campo de posibilidades (ya desde la cuarta entrega, para mí la mejor, se han dado chispazos harto luminosos de que la historia puede y ya DEBERÍA ser sostenida por nuevos integrantes con conflictos propios, en pro de una evolución metaconsciente), sino de su época: una época que, como lo señala Lipovetsky, se encuentra llena de amor por el pasado, por la negación al presente, el miedo a la caducidad, al envejecimiento y por tanto, a la muerte.

Así, el encumbramiento a grandes figuras post-mitológicas (aka nuestros héroes, heroínas y superhéroes modernos) como Luke Skywalker, James Bond, Batman, Superman, Sarah Connor, Ellen Ripley, Iron Man, Laurie Strode o Sidney Prescott, en el presente caso, si bien nos habla de infancias o de adolescencias, de reuniones familiares o de hitos cinematográficos comerciales que trascienden la anécdota, nos habla también de la constante y humana necesidad de identificación: Clark Kent personifica, de forma perfectamente típica, al lector medio, asaltado por los complejos y despreciado por sus propios semejantes; a lo largo de un obvio proceso de identificación, cualquier accountant de cualquier ciudad americana alimenta secretamente la esperanza de que un día, de los despojos de su actual personalidad, florecerá un superhéroe capaz de recuperar años de mediocridad (Eco, 2009: 226).


Pues, tal cual lo expone Eco, seres de ficción como los antes acotados, inducen –a veces inconsciente, pero la mayoría del tiempo, muy conscientemente– al consumidor a perpetuarlos desde la idea platónica de la identificación: ese sentido nato de encontrar a alguien a quien admirar, a quien imitar, por quien seguir viviendo, en pro de un heroísmo superlativo, aun cuando en el fondo sepamos que este ser idílico es producto de una ficción y que nosotros, por otro lado, caducaremos en algún momento, así como ocurre con todo en este mundo.

No obstante, este culto, esta idolatría casi mesiánica hacia nuestros héroes y heroínas posmodernxs, implica del mismo modo nuestro deseo de eternidad o más bien de eternización: pues así como se conserva fijo el aspecto de alguien en una fotografía (aun cuando el paso del tiempo pase factura a la calidad del papel), asimismo se cimienta el anhelo de los consumidores, que ven en sus personajes favoritos no sólo un Clark Kent devenido Superman, sino a un ser atemporal, al que el paso de los años no puede, NO DEBE convertir en viejo, en desechable, pues ello implicaría a su vez, una identificación otra más peligrosa, más dañina: la conciencia de la muerte.

Porque ver a un Superman o una Sarah Connor envejecer y morir, después de tantas luchas, de tantos triunfos, de tantos aprendizajes y moralejas, significaría dar no uno sino muchos, muchísimos pasos atrás: significaría volver a ser el distraído, anodino, anónimo e intrascendente Clark Kent. Significaría volver a ser la pobre mesera indefensa de la que probablemente más de un hombre terminaría abusando física o psicológicamente. Significaría, a grandes rasgos, que el tiempo sigue su curso, que la muerte sigue al acecho y que en el reloj de arena que es la vida, los granos seguirán cayendo indolentes.

Así, Scream 5 (o simplemente Scream, por aquello del juego nostálgico del que se reflexiona) y Scream 6 son filmes que, impulsados, vomitados, sabedores de esta lógica reincidente de eternización, no sólo la satirizan, analizan o parodian, sino que se vuelven sus esclavos: pues más allá del cada vez más desgastado e intrincado comentario metaconsciente (estamos en una secuela de la recuela, que es la vez secuela de la secuela y a la vez remake), la reciente entrega, así como su predecesora, parecen no querer arriesgarse a ofrecer algo completamente nuevo, ya que, como se ha explicado, eso se traduciría en una evolución, en un paso hacia el futuro, lejos de la comodidad del pasado y de las memorias de juventud.

Y es que, aun cuando la acción se ha trasladado a Nueva York y el cuarteto de integrantes compuestos por Sam, Tara, Mindy y Chad cargan casi todo el peso del filme (“gracias”, supongo), lo cierto es que la cadena de eventos y locaciones, así como varios de los diálogos y quehacer de los personajes –por no mencionar varios encuadres–, no son sólo eco de la otrora Scream 2, sino el descarado reciclaje al que guionistas y directores recurren para evitar reclamos caprichosos como los que irónicamente satirizan en Scream 5 a través de las figuras de Riche y Amber.

Pues incluso si el supino esfuerzo de establecer “reglas de franquicias” (¿realmente existen las reglas de franquicias? ¿reglas de las sextas partes? ¿reglas de las secuelas de recuelas?) nos adentra medianamente en el pretendido discurso metaconsciente del que el filme se sujeta con desesperación (pues en esta entrega en particular, la urgencia por demostrar la venia meta que caracteriza a la saga se percibe ya no como un recurso fársico y componencial, sino como un elemento de obligada mención), la realidad es que no hace sino reciclar de igual forma lo dicho en la quinta, que a su vez se dijo en la cuarta, en la tercera y en la segunda. Sin embargo, esa subversión de expectativas, esos giros inesperados, esas independencias mortales que Mindy pregona como recital de primaria (y que, como se ha mencionado, son reciclaje del reciclaje), nunca se llegan a concretar: porque al ser una “secuela de recuela” (es decir la secuela de otra secuela que es remake a la vez), sabemos qué esperar, cómo esperarlo, desde dónde esperarlo, incluso si el tropo viene refractado/disfrazado en la figura de un padre vengativo enloquecido y no una madre vengativa enloquecida. Sin sorpresas. Sin riesgos. Sin genuino atrevimiento.

Porque aun si Scream 6 ofrece más de todo (sangre, muertes, violencia, tal como ya se ha dejado claro al inicio), ofrece también más de lo mismo: un grupo de sobrevivientes se muda de locación, donde una serie de asesinatos comienzan a ocurrir, a manos de un enmascarado que busca venganza por un hijo perdido… ¿Estoy describiendo a la reciente entrega o a la segunda? Sería difícil decidirlo, pues más allá de la premisa general, comparten diálogos no similares, sino calcados, un libro derivado de la masacre precedente escrito no por otro personaje, sino el mismo, golpes en el rostro, escenarios teatrales o teatralizados como tercer acto y hasta los mismos cuchillazos en el brazo. Nada nuevo. Nada realmente subversivo.

Irónicamente, Scream 6 se convierte así en lo que la lograda –y tremendamente infravalorada– Scream 4 reflexionaba en su inicio: “No lo puedo creer. Esas secuelas que no acaban, reciclando siempre la misma porquería. Como en la escena inicial: siempre hay una chica anónima que contesta una llamada y acaba muerta. Es predecible. No existe el factor sorpresa y claro, puedes verlo venir” (4.57-5.11). Es decir, una secuela/recuela/remake que no se arriesga, que se siente cómoda y, que al igual que otras muchas franquicias longevas (Star wars, Indiana Jones, Saw, Vengadores o incluso la otra infravalorada Animales fantásticos), tiene miedo de ir un paso más allá.

Una secuela que está hecha desde –y para– la visión de un Richie y una Amber hambrientos de pasado, imitativos, recicladores, PEREZOSOS. Que no evoca sino repite. Ahogada en su misma porquería. Con más presupuesto, sí, y quizá con más estética, acaso con más gracia, pero nada más. Una secuela que, lejos, muy lejos de la idea que Williamson y Craven tenían originalmente para la quinta y sexta entregas (destronar finalmente a Sidney del protagonismo para seguir los pasos de la sanguinaria y cruel Jill, en una subversión de la víctima y victimario, donde la nueva “final girl” sea ambos a la vez), nos hace, como dice Sabina, “añorar lo que nunca jamás sucedió”.



#Scream6 #Cine #Franquicia #Eco #Crítica

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