El otro homosexual: reseña de El vampiro de la colonia Roma
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Por J. Damián de la Cruz

“¡puta madre! ¿contarte mi vida? y ¿para qué? ¿a quién le puede interesar?” (Zapata, 2006: 15) son las preguntas que leemos (o más bien “escuchamos”) desde las primeras páginas, directamente de voz de Adonis García, el variopinto, despabilado y simpático protagonista de El vampiro de la colonia Roma, novela en la que Luis Zapata configura no sólo una de las primeras historias abiertamente homosexual en México, sino una prosa que desafía las convenciones narrativas habituales de literatura lgbt+, pero también de la literatura en general.
Pues, como se ha advertido al inicio, la narración a la que Zapata nos expone, se erige sobre una propuesta atrevida en la que, lejos de acomodarnos como lectores pasivos, nos vemos orillados a convertimos en activos partícipes de una historia en la que el narrador, además de visibilizar el ambiente homosexual de la década de los setenta, ya no desde la condena, la autocompasión o la visión clichesca heteronormada, se deja fluir como el pensamiento mismo, o más concretamente, como una conversación casual.
Y es que, una de las razones para que al día de hoy, El vampiro… continúe siendo un referente literario obligatorio, es precisamente su particular estilo narrativo: el uso de la primera persona, como artificio lingüístico de identificación, de inmersión irremediable en la lectura, si bien no es cosa nueva dentro de los anales literarios, es redefinido por Zapata al transmutarlo en una charla sin encubrimientos ni eufemismos, anunciada con el número de cinta que un interlocutor no visible, pero sí presente, parece haber grabado y transcrito para nuestro goce personal.
Así, el aparato estructural común del relato literario, codificado por capítulos o apartados que descubrimos por separaciones y letras mayúsculas que inauguran una cierta espacialidad o temporalidad, es eliminado de la radiografía intimista y reflexiva que Zapata construye a lo largo de siete “cintas” en las que la vida (y su concepción de la misma) de Adonis García se nos presenta casi como una crónica de lo cotidiano.
El hombre homosexual se vuelve así, no sólo el objeto de estudio (y de deseo) del autor, sino el vehículo de visibilizaciòn y velada denuncia: pues la voz de Adonis García (de quien, a la manera rulfiana, nos enteramos tardíamente del nombre), además de contarnos su vida antes, durante y después de su incursión al mundo nocturno como “talonero”, aprovecha también para meditar sobre el amor, la pérdida, la complejidad -o bien, sencillez- de las relaciones, así como la secreta vida de ambiente en la que más de un “buga” se ve inmiscuido en el México que se refracta desde sus ojos.
En este mismo tenor, las preguntas con las que abrimos este texto, parecen asimismo querer confrontarnos con una realidad que, lamentablemente, persiste hasta el día de hoy: al cuestionar a quién podría interesarle la vida de un homosexual, Adonis García lanza subrepticiamente una declaración en la que de hecho, nos impele a cuestionarnos esto mismo. Cuestionar por qué sigue sin tener cabida la vida del hombre homosexual en nuestro mundo. Por qué no tiene valor. Por qué debe seguir en el anonimato y rigiéndose bajo ciertos criterios ideológicos.
El vampiro… como se ha dicho, no busca condenar o vituperar las acciones de su protagonista, sino alumbrar ese sentido de existencia, de pertenencia al mundo, en el que Adonis y el sector homosexual habita también. Por ello mismo, es que la prosa de Zapata, si bien atípica, no parece querer esforzarse en ser compleja, metafórica, dramática y recalcitrante (pues tampoco es que ese sea su intención, su propósito), sino asumirse como relajada, pura, transparente y hasta accidentada.
Pues la gran virtud de la novela, como se ha venido señalando, reside de hecho en la sinceridad de su discurso: Adonis nos habla desde su contexto mexicano, callejero, huidizo de esa escuela donde, tal como nos refiere, gobierna la “apatía” y la “indolencia”; desde ese México en donde los “bugas” como su hermano, no lo son tanto, o aquel donde los policías y los políticos terminan en opíparas fiestas de “maricones” que luego negarán para conservar su imagen de “machos”.
Por ello mismo, no debería sorprendernos que a menudo en la novela, nos encontremos groserías, modismos y argot característico del calo mexicano (y, por supuesto homosexual) que, más allá de tornar la narración en un texto pobre o carente de profundidad, nos confronta más bien con la visión otra del homosexual no hegemónico que en la gran mayoría de las historias lgbt+ modernas podemos encontrar aún.
En un mundo que progresivamente se ha ido aperturando hacia la diversidad sexual, el arte, heredero aún de este pensamiento eurocentrista y nobiliario, ha edificado nocivamente la idea de que el homosexual funcional, aquel “que vale la pena”, aquel que tiene por antonomasia el derecho de habitar en nuestra sociedad, debe ser alto, blanco, fornido o bien adinerado, requisitos que, desde luego, gran parte del sector homosexual y lgbt+ no “cumple”.
Pues en esta lista de “ideales” impuestos desde un discurso dominante, desde el capitalismo (verdadero vampiro de nuestra sociedad), no se considera la real diversidad: las pieles disímiles, los rasgos diferenciales, las etnicidades o la estratificaciòn de clases sociales (no es lo mismo ser homosexual de clase alta, con mayor posibilidad de ser “integrado” al mundo, que ser homosexual de clase obrera o media baja, sin la protección que da el dinero), son casi unánimemente obviadas no sólo en el arte sino en la concepción del ser homosexual o el ser diverso en general.
Así, títulos como Llámame por tu nombre, El retrato de Dorian Gray o la recientemente encumbrada Heartstoppers, por citar sólo unos cuantos ejemplos palpables, si bien postulan desde sus propios imaginarios la cuestión homosexual, emanan también cierto residuo ideológico de lo que “debe” ser el homosexual promedio: El vampiro de la colonia Roma, en este sentido, no aboga por representar una historia “bonita”, emblanquecida o privilegiada, sino la vida de un personaje que podríamos encontrarnos más fácilmente a la vuelta de la esquina, con quien podemos empatizar, huir, o “talonear” incluso.
Lo revolucionario de la novela le viene, además de la sinceridad mencionada, del atrevimiento con el que Zapata decide visibilizar al ser homosexual otro: el que carece de privilegios, de facilidades, de comodidad, aquel que, como su subtítulo lo sugiere (Las aventuras, desventuras y sueños de Adonis García), sueña, se aventura y goza sin culpas de su sexualidad (y que, contrario a la Santa de Gamboa, de la que Zapata no niega la deuda, no tiene el final trágico ni desgarrador que muchas historias lgbt+ aun emplean como metáfora de “castigo” ideológico por ser “diferente”).
El vampiro de la colonia Roma se constituye, pues, no como un discurso de resentimiento o con tintes moralizantes, sino como refracción de un México en el que la homosexualidad, la prostitución, la irreverencia y la sexualidad desbordada habitan, existen y respiran, aun si el conservadurismo, las religiones y, sobre todo, la doble moral se empeñan en obviarles y censurar.